Nota del realizador

Oriol Canals

La hecatombe silenciosa

Barcelona, un día de junio de 2000. Hoy, de nuevo, siento una ligera aprensión al encender el televisor a la hora de las noticias. Ya sé que dos pateras han naufragado ante la costa andaluza, como ocurre cada vez más a menudo, y que muy pocos de sus ocupantes han logrado salvarse.

Sé que me veré abrumado por un rosario de imágenes de barcas despedazadas, cadáveres sin nombre, náufragos ateridos y rostros encerrados en el mutismo, mientras alguien desgrana la triste cuenta de muertos, desaparecidos y supervivientes. También sé que esas imágenes me sumirán en la perplejidad y en un malestar que conozco bien. Me revuelve el estómago que estas cosas ocurran en mi país una y otra vez sin que nada ni nadie parezca poder impedirlo. Ahora ya somos una sociedad civilizada, dicen, y quizá sea verdad, pero tenemos ahí un insondable y obsceno agujero negro. Según algunas estimaciones, cada año pierden la vida unas 2.000 personas en las aguas de Gibraltar o de las Canarias ¿De qué está hecha una sociedad que permite semejante horror? ¿Cómo es posible condenar a muerte a miles de personas en nombre de un pretendido equilibrio social y económico? ¿Somos conscientes, por lo menos, del precio que hacemos pagar a otros?

También sé, sin embargo, que a esa noticia sucederán otras de inmediato, que ese oscuro malestar cederá y poco a poco iré olvidando lo que he visto o leído para regresar a mi vida cotidiana. A lo sumo, cuando me cruce con un africano por las calles de Barcelona, me preguntaré si él también es un “superviviente de las olas”. Y ahí quedarán, sofocadas, mi indignación y mi vergüenza, hasta la próxima vez que encienda el televisor sabiendo que me aguarda un nuevo cortejo de muertes silenciosas.

Así fueron las cosas hasta cierto momento, hace unos tres años, en que esa opresiva sensación de malestar y culpa se negó a abandonarme y empecé a guardar recortes de periódico, a buscar libros y documentales y a mirar con más atención los corros de africanos en las calles y plazas de mi ciudad. Ahí fue también cuando empezó a germinar en mí otro sentimiento, el de curiosidad, que poco a poco fue madurando hasta cuajar en un deseo cada vez más nítido de acercarme a esas gentes: gentes que arriesgan la vida en pos de ese El Dorado moderno que es el “sueño occidental”; gentes de las que sólo se habla para contar cadáveres; gentes que el mar engulle a miles y de los que nunca sabremos nada, ni siquiera su nombre. ¿Quiénes son? ¿Qué historias hay detrás de esa hecatombe? ¿Qué se hace de quienes consiguen sobrevivir?

A principios de verano de 2005 me resolví por fin a actuar, movido por una vaga sensación de urgencia. Alquilé un coche, cargué los bártulos de rodaje y me dirigí al encuentro de los supervivientes.

Y ahora…

Ahora, cinco años y muchas aventuras después, esta película es una realidad. En el curso de su fabricación he conocido a personas de un gran coraje, que han sabido permanecer en pie pese a dificultades casi inimaginables. Sólo me queda esperar que el trabajo que hemos hecho juntos esté a la altura de lo que ellos son y lo que han sabido dar al espectador, y que sirva, aunque sólo sea en el espacio de una proyección, para arrojar luz sobre las sombras y restituirles su dignidad perdida. 

Oriol Canals